martes, 10 de julio de 2007

¢αℓмα verde



Calma, tranquilidad; paz, sosiego, alivio; incluso alegría, felicidad; el observador se siente afortunado de que sean sus ojos los miran fijamente cada recóndito hueco de ese paisaje.


Mira al río, y siente la nostalgia del que sabe que todo acaba, aunque aun el final quede lejos.
Mira esas grandes montañas enormes, y se siente incomprensiblemente seguro de que tales gigantes están de su parte. Se siente insignificantemente congratulado de vivir, aunque sea sólo un pequeño ladrillo dentro del gran muro.
Mira esos aun más lejanos valles, misteriosos, verdes. Su color se llega a confundir con el tono azulado de las montañas más alejadas allí donde el verdor de lo azul sale a la luz.



De pronto se da cuenta de que, más cerca de lo que se piensa, tiene ese color tan relajante como dador de fuerza y vitalidad. El verde lo inunda todo a sus pies. Los arbustos se entremezclan con las agitadas aguas fluviales, como si intentasen calmar su prisa por llegar a ninguna parte. Ese color lo llama, parece necesitarlo aun más cerca. Ese color templado, ni tan cálido como el Sol, ni tan frío como las aguas del mar profundo.


Parece que el verde también se abre un hueco a mitad del paisaje. Como si fuese una pequeña urbe en medio de un cielo de roca, unas pocas decenas de árboles permanecen unidos. Desde la lejanía cuesta distinguirlos: no sólo su especie, también los unos de los otros. Son el corazón del gran valle, y parece que el mismo río, pese a su necesidad de correr, quisiera pararse a respirar ese aire puro y a sentir de cerca el centro vital de todo lo que nuestra vista alcanza a sentir.


Sus ojos necesitan alejarse de tan extasiante panorama. Intentan escapar subiendo hasta el cielo. Allí, las nubes sienten bien de cerca los escarpados picos de las montañas más alejadas. Los altos montes parecen alegrarse de que las nubes bajen a visitarlos.
Basta, tanta perfección abruma a cualquiera. Ningún corazón admite de golpe tal cantidad de felicidad. En medio de esta sensación de cargada plenitud, los ojos se van en busca del más pequeño detalle del paisaje. Parece como si el blanco se hubiese reservado un macabro final para el deleite visual.



Allí, sí, justo esa curva tan cerrada que el caprichoso río decidió hacer en la piedra, justo sobre esta, una cruz. Cruz blanca, insignificante al lado de la grandeza de los montes, de la templanza del bosque, de la calma del cielo. Ahora lo entiende. Sólo el río puede escapar de allí, puede huir de su pasado. La cruz le recuerda que debe marcharse, sin mirar atrás.


Sus pupilas se encerraron dentro del cobijo de sus párpados. Ahora sólo escuchaba el río susurrando bajo la gran montaña marrón. Todo lo demás era silencio. Interminable silencio.




Francisco David Lahoz Martín


Foto: río Limay, Argentina

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