Tras estas líneas que ve usted, lector, hay algo más. No hablo en términos metafóricos: físicamente hay algo más. Hay un folio, una hoja de papel; quizás sea la pantalla encendida de algún dispositivo electrónico. A veces es bueno bajar hasta lo más terrenal, lo más físico, para así darse cuenta de uno mismo. Ser consciente de que yo tengo tiempo para pararme, pensar, escribir en sucio algunas ideas, y luego encender mi portátil y plasmarlas aquí. De que usted lo tiene de detenerse un momento, ojear el título, comenzar a leer y formar una propia opinión sobre aquello que aparece ante uno. En ambos casos, son sólo cuatro pasos. Y hay demasiadas personas incapaces de dar el primero: descansar.
Entre todos hemos construido el monstruo-mundo humano. El hombre se comporta como una especie diferente al resto. En este caso, la diferencia a destacar no es su elevada inteligencia, ni su capacidad comunicativa y expresiva: el Ser Humano es autofágico.
A pesar de contemplar una serie de Derechos Humanos Universales, la filantropía no deja de ser una elección, cual empleo, aparentemente ligado a multimillonarios que buscan reconocimiento social, o asociaciones religiosas o de financiación vía donaciones.
La opción capitalista no parece desviarse en exceso de sus precedentes. La libre competencia no parece tan libre cuando hay países atados al olvido, y al mirar al mapa y a las cifras económicas parece fácil olvidar que hay gente detrás de estos, personas sin nombre, y que aun sin él mueren. Mueren por enfermedades que apenas sentiríamos al pasar por nosotros, o que yacen recordadas como furias pasadas.
Bajo estas enfermedades, que por variadas no se englobarían dentro del término pandemia, aparece un telón mucho más amplio y preocupante: el hambre.
El hambre no es el efecto, no es la enfermedad. El hambre es la causa, es lo que subyace. Es el problema real al que habríamos de enfrentarnos, afrontarlo de manera conjunta.
Numerosos ejemplos han mostrado que salir del hambre es posible, y relativamente rápido. En los últimos 30 años, países como Argelia o Arabia Saudita han pasado de tener más de un 30% de su población en el nivel de la hambruna y la desnutrición, a que este porcentaje sea inferior al 5%. En otros casos, como China, India, Nepal o Colombia, el porcentaje de población desnutrida ha descendido en más de un 50% (pasando de 3 de cada 10, a 1 de cada 10 habitantes).
Sin embargo, países de centro-áfrica, con una extensión territorial amplia y densidad poblacional baja, siguen con unas tasas de hambruna superiores al 30 ó 40% de la población, o incluso han visto incrementado este dato en los últimos años. Son zonas de interés puntual. Empresas extranjeras, de países ricos, se implantan y explotan los recursos de estas (principalmente petróleo, gas natural y minerales), sin apenas repercutir de forma positiva en la economía de la zona. Países que, a diferencia del modelo de Arabia Saudita, Qatar o EAU, han tenido una explotación tardía, posterior a la explosión de la globalización y las comunicaciones intercontinentales: la necesidad de petróleo ya es un hecho, y las empresas internacionales explotan tierras ajenas, a cambio de bienes para una minoría de la población residente en esos países. El país no puede desarrollarse ya en base a sus recursos, ya que la presión primermundista no se lo permite.
Y es que el hambre, a diferencia de lo que cabría pensar, no debe ser un problema externo al Primer Mundo. No hago referencia con esto a los casos aislados de pobreza absoluta dentro de países desarrollados, que parecen acrecentarse en el marco económico actual de crisis global; el trato del hambre y la pobreza con los países primermundistas es algo más complejo, y que radica en la propia mentalidad avanzada económica y materialista: ¿quién es culpable del hambre? ¿lo son las propias personas que pasan hambre?
Todos y cada uno de nosotros aceptamos el modelo socioeconómico tal y como es, al vivir dentro del mundo capitalista desarrollado. Y por tanto, cada uno debería asumir su parte de culpa en los fallos de este.
La presión demográfica sobre los recursos dentro de los países ricos es tal, que nos parece normal buscar estos recursos fuera del límite primermundista. Nuestra ropa no se fabrica en países ricos. Parte de la energía que utilizamos tampoco proviene de países especialmente ricos. Incluso los vegetales proceden de plantaciones de mano de obra barata, al igual que el pescado.
Nuestro desarrollo se sustenta sobre recursos externos, y no ofrecemos nada a cambio de estos. Al querer defender el utópico Estado del Bienestar, defendemos la existencia de Estados Explotados, por los que hipócritamente sentimos cierta lástima.
Quizás el tiempo de ser conscientes de la levedad de las fronteras haya llegado, si bien el movimiento Hippie queda lejano. Tal cual, parece que el Hombre primermundista hubiese perdido un poco su sentido dentro de una mayor especie, y necesite actuar en beneficio del resto de congéneres, más allá de vivir en el Norte o en el Sur.
No obstante, siempre se puede obviar este pensamiento de culpabilidad y necesidad de cambio, y vivir a costa del otro medio mundo.
Pero es absurdo pensar que el pueblo tercermundista aguantará siempre el pisoteo.